lunes, 5 de noviembre de 2012

No solo se trata de vivir


La última vez que miré el reloj eran las 3:30, salí de mi casa y me devolví para sacar la basura, una bolsa negra inmensa llena de papeles, cartón, botellas y dentro otra más pequeña con los restos de la cocina: cáscaras, restos de comida y demás orgánicos, además de la mierda del baño, sí, es cierto, daño el reciclaje de mi hermana.

Una vez afuera echo a andar pensando en lo que necesito comprar: huevos, limón, pastas para la gripa y pan. Cuando tomé camino hacia la tienda me olvidé de todo, miré hacia el cielo y estaba nublado, oscuro, como si fuera a llover. No tengo necesidad de ver si vienen carros a la hora de pasar la calle, solo se escucha una moto a lo lejos, así que paso con las manos en los bolsillos y mirando hacia abajo.  Las calles de este barrio le rinden tributo al nombre del mismo: La Soledad. Camino despacio, nadie me espera, estoy como el barrio, como sus calles.

Ya llevo tres cuadras caminando y vuelvo a levantar la mirada al cielo, pareciera que he caminado dos horas, el sol debería estar en algún lado, detrás de mí para ser exacto pero no, habrán pasado quince minutos desde que salí de mi casa. Entonces recuerdo mi niñez, las tardes en casa de las hermanas de mi mamá, esperando el chocolate que haría alguna de ellas mientras yo estaba con jugando con sus hijos y mi hermana, pero hay una diferencia, el cielo era mucho más claro, así fueran las 5:30 de la tarde jamás se vería tan oscuro como ahora, es triste, melancólico, aburrido, nada tiene el cielo bogotano, sé que más tarde cuando anochezca, ni luna ni estrellas se habrán en el mismo, es algo que poco se ve por acá.

Sigo avanzando pero miro al frente, no quiero caerme por andar mirando ese cielo oscuro.  Ahora veo la montaña, “los cerros” como le llaman acá, no ayudan de mucho, la montaña se ve cada vez más muerta pero me sirve para entender esta ciudad y sus habitantes, que me perdonen los bogotanos y bogotanas (debo ser incluyente, después me dicen sexista) que me conocen si les llego a ofender, no busco generalizar pero hasta ellos y ellas entenderán que acá cada vez se vive menos.

Llevo cuatro o cinco años en esta ciudad, esta puta ciudad como dice aquella canción de Fito Páez, no importa con exactitud cuánto tiempo sea, entre más peor y por eso me niego a hacer las cuentas. No me gusta sentir que muero cada día y mucho menos pensar en el tiempo que me queda, aunque es eso en verdad lo que me está matando.

Doblo a la izquierda y ya no voy a comprar nada, solo quiero  un café, quizás dos. Olvidarme de todo lo que he venido pensando pero ¿qué haría? ¿Acaso seguir recordando el otro cielo? Ese cielo de mi niñez, ese cielo de hace 4 o 5 años, azul claro con nubes blancas y de colores, con la luna brillando cada noche rodeada de estrellas. En aquel cielo, o mejor dicho, debajo de él está todo lo que quiero. Mirar a la montaña y sentir su aire cálido me reconfortan, la montaña de allá, no estos cerros. La tranquilidad y comodidad me hacen querer volver, lo haré, cada día falta menos.

Me siento en una cafetería y pido mi anhelado café (tinto como dicen acá), pienso en Laura, mi soledad y desolación se van por un momento al pensar que cuando vuelva estaremos juntos, sé que ella también lo quiere así. Imagino como envejecemos y río sólo en una mesa, la gente me mira pero no importa. Sigo soñando, soy feliz hasta que me dicen que debo 1700 pesos “del tinto”, me enojo, quería otro pero me han echado del lugar, pago con un billete de dos mil y salgo de nuevo a la calle a caminar, a recordar, a pensar a dejar de vivir hasta que regrese con ella.

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